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Viernes, 19 de Abril de 2024

Cruzando la frontera con un pie en la tumba

28 Julio, 2017
Érika Nieto

Hace 25 años Andrea tomó la difícil decisión de tomar a sus tres hijos y subir con ellos a la batea de la camioneta, que tradicionalmente llegaba por la madrugada a las comunidades cercanas a la Presa de Valsequillo y que los llevaba rumbo a Estados Unidos.

Días antes, su esposo, ya establecido en el área de Queens en Nueva York, había pagado mil quinientos dólares para que su familia fuera llevada a su lado de manera ilegal. El acuerdo fue que los niños serían pasados vía terrestre por la frontera como los tres hijos de un matrimonio hispano pero con ciudadanía norteamericana. Los niños pasarían dormidos para que no fueran cuestionados ni mostraran nerviosismo. Los pequeños serían entregados dos o tres días antes que su madre. El lugar, estaba por definirse.

La mujer cruzaría en condiciones más severas, caminando por el desierto en una noche para evitar que fueran detectados por la Patrulla Fronteriza.

El contacto en Estados Unidos de los polleros en México era de toda su confianza pues con él mismo, el esposo había cruzado la frontera dos ocasiones anteriores, por la misma ruta, sin mayores daños que una mínima deshidratación y unas cuantas ampollas en los pies.

En ese entonces Andrea era una mujer muy joven y sus hijos eran muy pequeños, por lo mismo había sido advertida por sus padres de que no intentara alcanzar a su esposo, pues pondría en riesgo su vida y la de sus hijos, así que la madrugada que decidió abordar la camioneta de los polleros, no avisó a ningún miembro de su familia para evitar resistencia. El único que sabía era el esposo que la esperaba con el alma en un vilo del otro lado.

Una pastillita para el mareo logró que los pequeños hijos de Andrea pasaran con éxito por la frontera como parte de una familia, que por unos cientos de dólares, prestaba ese “servicio” a los polleros. Dos días después fueron entregados a su padre a quien, por cierto, apenas recordaban sino fuera por su voz en el teléfono, por los regalos y la ropa en navidad y por los relatos de su madre.

Andrea caminó por el desierto como parte de un grupo de indocumentados de todo el país. Estaba acostumbrada a caminar cerros en su comunidad, pero nunca imaginó que la jornada fuera tan pesada.

El reencuentro con sus hijos y con su esposo, además del sueño de una mejor vida en Estados Unidos, la ayudó a salir adelante cuando veía que otros se iban rezagando.

Días después, Andrea se reportó con su familia en Puebla para informarles que ya estaba al lado de sus hijos y su esposo en Nueva York. Que estaba a salvo y que ya no pensaba regresar a Puebla.

Actualmente dos de sus hijos son casados y tienen hijos ciudadanos americanos. El más pequeño trabaja en su profesión universitaria. Hablan muy poco el español y tampoco tienen planes de regresar a México. Andrea y su esposo siguen como indocumentados y aunque hace 25 años fueron muy afortunados, hoy más que nunca cuidan que su familia no sea separada por una redada. Saben que cruzar por la frontera es poner un pie en la tumba y las noticias de todos los días les recuerdan que no todos salen bien librados de esta aventura.

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