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Jueves, 25 de Abril de 2024

19S: Retratos del día siguiente en Chietla/Segunda Parte

4 Octubre, 2017
Sergio Mastretta

Selma atiende a los papeles y a la computadora. Es atenta conmigo, no le importuna que quiera revisar los registros que lleva. Y el día después para ella y sus compañeras se les ha ido en registrar en un formato que les mandó Protección Civil desde Puebla el nombre del propietario de la casa afectada, la dirección y los daños que estén a la vista. Ellas no descansan.

“Aquí no han venido más que los voluntarios…”, consigna. Por ahora, en este miércoles 21 no han aparecido los funcionarios públicos de la ciudad de Puebla.

Yo le doy una vuelta a las oficinas. En un pasillo descubro el pasado burocrático de Chietla: el mosaico de los cincuenta, con los escritorios y anaqueles H Steel, las máquinas Remington, el funcionario bigotón y de chaleco, las Selma de la mitad del siglo XX, cuando Chietla aparecía en el mapa político como territorio absoluto del gringo Jenkins.

En otra foto aparecen tres muchachas, también de los años cincuenta. Tienen la edad de Selma. Se les ve felices en algún festejo ahí en el zócalo, a unos metros de donde ella trabaja sin descanso. Alguna de ellas puede ser la abuelita de esta joven secretaria del registro civil.

Imposible llevar a Selma a ese pasado. En su mente están los registros. En algún momento hará el suyo propio.

El ingeniero Tomás Jiménez Cerezo, director de Obras del Ayuntamiento de Chietla, le dice sin miramientos a Jorge Aguilar Torres que su casa no tiene remedio. Tumbar y limpiar, pero hasta ahí. Esa es la oferta para las casas de los hermanos Aguilar Torres en la calle de Morelos. El funcionario municipal me ha llevado hasta su casa para explicarme que de ninguna manera demolerán una sola casa sin autorización del propietario.

El panadero de 73 años lo escucha y no se turba. Su casa la construyó su padre en 1960. Y la de su hermano Víctor Manuel, con la que colinda y comparte pared frontal y muro interior, tiene según su cuenta 120 años. Y tantos asi lleva como panadería.

“Demolición, lo demás está en chino”, me dice.

“Saqué cargando a mi mamá –recuerda Jorge el momento del terremoto--, ella todavía me gritaba ‘¡mis sandalias, mis sandalias!’, pero logramos salir a la calle.”

Magdalena Torres tiene 92 años. Hace tiempo que se retiró de la actividad panadera. Pero de ella aprendió su hijo el oficio. Y los nombres de las maravillas que han salido del horno de adobe que el terremoto ha quebrado: nido, beso, caracol, pitaya, elote, tornillo, gallina, gusano, chino, pluma, taco, borracho…

Jorge el panadero ya piensa en el futuro y deja para otro momento la preocupación por la casa. Hemos entrado por la casa de su hermano, a la que e le ha caído medio techo de la habitación frontal. Comparten el patio del fondo, y es posible ver dos hornos en medio de vigas rotas y destrozos. El panadero observa uno de los dos hornos de pan construídos hace años por su abuelo: la base de ladrillo y piedra y la concha de adobe de la que ha brotado el pan que los chietlecos comen desde que se acuerdan. Visto de frente no se ve derruido, pero es visible un boquete en la bóveda. El covertizo que lo cubre, montado sobre los viejos muros de adobe y armado en vigas de mamey, también ha soportado el temblor. ¿Reconstruirlo? No, señor. Ahora a pensar en un horno nuevo, de gas, de los que venden en la 25 Poniente en la ciudad de Puebla. Y lo describe: metálico, firme, sin riesgo de colapso. 90 mil pesos, eso le han dicho que cuesta.

"¿Por qué de leña?, pues porque nos estamos acabando el monte, aquí en Chietla hay no menos de diez hornos. Llegan las camionetas con la leña verde, porque la gente mejor tumba las huertas para meter caña, así que no falta. Verde se mete en el horno y ya que se coció el pancito, y con el puro calor la leña ya está seca al día siguiente. No, señor, tenemos que cambiar al gas, con un horno de nueve charolas tengo..."

Para el panadero Jorge la reconstrucción de su casa empieza por un nuevo horno. Y para ello pide ayuda. ¿Derribarán su casa? Eso no es preocupación por el momento. Ya vendrán los del Fonden a declarar la pérdida total. Ya se verá después qué hace el gobierno para reconstruir.

Crescencio Salgado Ponce y su hija viven puerta contra puerta en la calle de Morelos. Ella ocupa una casa de adobe y ocotate que le heredó su papá. Un terremoto anterior le tumbó enterito el techo de un cuarto, que ahora utiliza de tendedero, pero ha logrado construir una nueva recámara al fondo, a la que ahora se pasarán sus padres, pues su casa por lo pronto es de alto riesgo. Ella es madre soltera de tres niñas, una gemelas de 11 y la mayor de 13, a las que mantiene con un negocito de venta de papayas aquí mismo en Chietla. Va al día, y por eso apenas logró poner la herrería de las ventanas de la recámara que terminó de construir hace unos meses y que resistió muy bien el sismo del martes.

Qué hacer entonces. Dice su padre desde sus 78 años:

“Dios quiera que el gobierno nos ayude, porque esto no es cosa de uno, ni culpamos a dios nuestro señor ni a ninguno se culpa, es cosa de que solamente dios el motivo que sea, pero a nadie se culpa.”

“Aunque sea con los materiales –sigue ella--, porque ahora es al revés, ellos se tienen que pasar para acá. Tumbar es fácil, ¿pero parar?”

“Yo he sido cañero, señor –dice su papá--, estoy jubilado, pero usté sabe que es una miseria lo que nos dan, mil 200 pesos, y eso que mis tierras las sigo trabajando con piones, yo ya no puedo. Y pagan la caña a como ellos los industriales quieren, y nosotros no, tenemos el compromiso de entregarles, y si pasa algo, un siniestro, que se quema la caña, no les importa, nos mochan.”

Crescencio es hijo de cañero. Pero a él también le tocó reparto. Cárdenas le repartió a su papá. A él un gobierno que vino después.

Estudiamos lo ocurrido en su casa, en la acera de enfrente. El techo ya no es de ocotates, sino de losa de concreto. El muro medianero, que soporta la techumbre de su casa y de la casa vecina está agrietado, pero la viga está bien soportada y su cabezal no está dañado.

“Pa que voy a ser mentiroso –me dice--, esta casa la compramos asina, era de un señor don Carranza… Pero ya es una casa muy vieja.”

Pero ya les dijeron que hay que tumbar. Al menos eso le dijeron a su hija.

“No, señor, qué tumbar ni que la fregada…Tumbar es muy fácil, pero construir no es muy esto lo otro. Pero para esto está el gobierno. El dinero no lo a desembolsar el presidente de la república, es dinero de impuestos y etcétera, etcétera… Yo agradezco si me ayudan con material, varilla, cemento, grava, pero tumbar no más así no le hallo ningún chiste. Todo tiene solución, pero ni muy fácilmente.”

El viejo cuidador de vacas Daniel Vargas vive en Independencia 1, a una cuadra de la escuela secundaria que quedó inservible. Su casa de adobe y techo de ocotate y teja resistió, aunque hay cuarteaduras visibles. En el patio le han plantado una tiendita de campaña pues ya declararon inhabitable su casa. Es una sola habitación, la de un hombre solo que ha visto pasar el tiempo como para explicar qué es lo que ha ocurrido en este pueblo antiguo.

“Aquí nací, señor –me dice este hombre risueño de 70 años--. Hijo de un pastor de vacas, a ese oficio me dediqué de niño yo también. Sacábamos al monte cien, ciento cincuenta vacas y chivos a pastar entre los mezquites, cubatas, huizaches y guayacanes…”

Luego, ya en su veintes, Daniel se convirtió en uno más de los cientos de cortadores de caña que dejaron su vida en el corte

Y de eso ha vivido hasta hace no mucho tiempo. En la caña, trabajando por el día. Y ha sido testigo de cómo a los ejidos les dieron en el reparto de tierras montes y selvas y llanos de temporal que no habían sido habilitadas para el cultivo de caña. Y caña fue lo que decidieron sembrar en los últimos cincuenta años, y arrojaron a Chietla al despeñadero del monocultivo. Se perdieron las huertas en su mayoría: ya no se ven fácilmente los mameyes y zapotes, los mangos y ciruelos, mucho menos el café y los ocotates, precisamente el tipo de bambú con el que se construyeron centenares de casas como las del pastor Daniel Vargas.

Una casa que el sismo no tumbó pero que un vistazo rápido de un joven arquitecto sin conocimiento del adobe y sus menesteres, declaró inahabitable.

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