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Miércoles, 4 de Diciembre de 2024

Primero los pobres

La lógica es primero los pobres, porque los ricos ya acumularon suficiente y es tiempo que contribuyan en la redistribución de la riqueza
Viernes, 8 de Octubre de 2021 09:50
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Municipios Puebla

Nueve capítulos que muestran la distopía de la sociedad surcoreana, pintan para ser la serie mas vista en la historia de Netflix. El juego del calamar es un fenómeno global, 79 veces más visto que una serie normal en esa plataforma y el show número uno en los 90 países donde viven sus 204 millones de suscriptores. La búsqueda del título The Squid Game, como se dice en inglés, arrojaba ayer en Google más de 200 millones de búsquedas, y en TikTok, la etiqueta #SquidGame ha sido utilizada casi 23 mil millones de veces. La serie habla sobre la desigualdad en Corea del Sur, un seguimiento indirecto de Parásitos, su película que ganó el Oscar el año pasado, y que grita cómo la iniquidad es causa de creciente preocupación.

Hace unos días, al asumir el cargo de primer ministro, Fumio Kishida prometió que Japón, la tercera economía más poderosa del mundo, se alejaría del neoliberalismo y construirá un “nuevo capitalismo japonés”, para promover de manera más agresiva la distribución de la riqueza en beneficio de quienes tengan ingresos medios y bajos, y crear nuevas salvaguardas para los pequeños y medianos negocios. La forma como lo hará será mediante cambios en las leyes tributarias. Simple: quienes más ganen, que paguen más impuestos.

Japón está lejos de ser una excepción. Más de 100 naciones acordaron hace unos meses un nuevo marco para que las multinacionales paguen impuestos donde generan utilidades, como parte de una tendencia global para incrementar los impuestos a las ganancias de capital, las riquezas y las herencias, una urgencia detonada por las crisis económicas y los déficits fiscales causados por los estímulos para enfrentar la pandemia del coronavirus. En el otro extremo de la geometría política, el presidente Xi Jinping está construyendo un nuevo capitalismo de Estado para evitar los abusos de los multimillonarios que provocaron desequilibrios y desigualdad en China.

No importa la ideología o las condiciones de cada nación, el consenso crece para disminuir la desigualdad y la pobreza, desde puntos de vista no sólo éticos, sino económicos, que, traducidos a la forma más llana, significa que quienes no tengan dinero tampoco podrán consumir, y si no hay consumo tampoco hay crecimiento. Es un imperativo ético reducir el imbalance social, y una necesidad económica lograrlo. La desigualdad afecta por igual a economías avanzadas, emergentes o en desarrollo.

 

“El incremento en la desigualdad es el principal fracaso de nuestro tiempo, con consecuencias económicas, sociales y políticas adversas”, escribió Zia Qureshi, investigador de la Brookins Institution, el centro de pensamiento demócrata en Washington, al plantear nuevas ideas en la era pos-Covid-19. “La desigualdad ha deprimido el crecimiento económico al impactar la demanda agregada (consumo, inversión, gasto público y exportaciones) y reducido el crecimiento de la productividad. Ha generado descontento social, polarización política y nacionalismo populista”.

No hay nación ni gobierno que no haya expresado preocupación por la desigualdad, cuyas externalidades políticas metieron en crisis al liberalismo político y a la democracia, perdiendo espacios de maniobra frente al nacionalismo populista al que se refirió Qureshi, y generado una discusión, en términos de eficiencia, sobre si es mejor la democracia o un sistema autócrata. En ese péndulo se encuentra México, bajo la presidencia de Andrés Manuel López Obrador, pero lo experimentó Estados Unidos con Donald Trump en Estados Unidos, y lo viven en Europa, América Latina y Asia.

Los populismos nacionalistas surgieron por los excesos del modelo neoliberal y de la soberbia que vivió un mundo que hoy se apura para corregir la iniquidad que creó. En un artículo escrito colectivamente por cinco ministros de finanzas en The Washington Post en junio, incluidos el entonces secretario de Hacienda, Arturo Herrera, pidieron elevar la carga fiscal a las corporaciones más grandes y con mayores utilidades, y un impuesto mínimo global de 15 por ciento para que los gobiernos tuvieran más ingresos para invertir en infraestructura, salud, educación e innovación.

Varios están caminando en ese sentido. El presidente Joe Biden quiere elevar impuestos a las empresas y los individuos que más dinero generan, para construir una red de protección social e impulsar grandes proyectos de infraestructura que permitan una mejor distribución de la riqueza. Oxfam señaló que muchos gobiernos alimentan la crisis de desigualdad al “estar gravando menos a las corporaciones y los individuos más ricos, al tiempo que aportan pocos recursos a servicios públicos como salud y educación”.

La lógica es primero los pobres, porque los ricos ya acumularon suficiente y es tiempo que contribuyan en la redistribución de la riqueza. En México hemos escuchado por años a López Obrador con ese llamado a la acción, pero la forma como gobierna no beneficia a los pobres. Durante este sexenio creció casi cuatro millones el número de pobres y 2.1 millones cayeron en pobreza extrema. Redujo el gasto público, la inversión y tiene como dogma no subir impuestos, a contracorriente de lo que está pensando el mundo.

López Obrador conoce la música pero ignora la partitura. Así no va a cumplir su promesa de primero los pobres, porque de mantenerse en sus creencias sin sustento técnico, serán ellos los grandes sacrificados de su gobierno. El cambio de modelo no se da mediante actos de fe o transferencias de recursos directos sin sentido. No necesita inventar nada. El camino está frente a sus ojos, impuestos progresivos. Lo único que tiene que hacer es abrirlos.

 

Columna Estrictamente Personal de Raymundo Riva Palacio

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