La manera en la que AMLO y Morena están reconfigurando las instituciones públicas más importantes del país lleva la semilla del fracaso.
Eficiencia sin principios, fórmula para vulnerar a los partidos opositoresSentimiento de orfandadEsto es algo de lo que ni ellos mismos parecen darse cuenta.
Con la promulgación de la reforma judicial el 15 de septiembre, se da un paso gigantesco en la construcción de una autocracia.
El argumento se ha esgrimido insistentemente, solo lo resumo.
El hecho de que el proceso de designación de los integrantes de los principales tribunales del país vaya a ser con candidatos mayoritariamente propuestos por Morena (el Ejecutivo y el Legislativo) y el que Morena tenga la maquinaria para movilizar los votos de esa elección conducirá a que, a partir de septiembre del 2025, cuando las nuevas autoridades judiciales asuman su función, Morena controlará los tres poderes de la Unión.
Hay muchos otros detalles de la reforma judicial que abordaremos próximamente, pero por lo pronto, este es el más destacado.
El propósito es claro: regresar al modelo político que teníamos antes del llamado neoliberalismo, claramente desde el gobierno de Carlos Salinas de Gortari.
Algunos pueden pensar que si en los viejos tiempos del PRI y el desarrollo estabilizador, el país creció mucho más y los niveles de vida mejoraron sistemáticamente, quizás no sea tan mala idea.
El problema es que la historia no es una rueda a la que pueda ponerse marcha atrás.
La sabiduría del viejo modelo priista, que en realidad fue fundado por Lázaro Cárdenas, radicó en la renovación sexenal del poder.
Por ejemplo, Cárdenas, un hombre de izquierda, cedió deliberadamente el poder a un conservador: Manuel Ávila Camacho.
Antes de Cárdenas, Plutarco Elías Calles había inventado un sistema que hoy AMLO pretende resucitar, en versión del siglo XXI: el Maximato.
Es decir, un arreglo en donde el verdadero poder estaba en manos del ‘Jefe Máximo’, mientras que los presidentes de la República en funciones, Emilio Portes Gil, que concluyó el periodo de Álvaro Obregón; Pascual Ortiz Rubio, electo en las urnas, y que renunció a los dos años; y, Abelardo Rodríguez, que concluyó el periodo de Ortiz Rubio, en realidad obedecían en lo esencial a las órdenes del ‘Jefe’.
Un joven general michoacano (llegó a la presidencia a los 39 años), Lázaro Cárdenas estaba destinado a ser el cuarto presidente en la sucesión del Maximato al tomar el gobierno en diciembre de 1934.
Al año y cinco meses de su presidencia, Cárdenas fundó de facto el sistema político que duró décadas al desterrar del país a Plutarco Elías Calles y sus más cercanos aliados.
Pocos dudan que López Obrador quiere quedar realmente como ‘el poder tras el trono’.
Es irrelevante que él diga que se va a retirar de la vida política.
Eligió a su candidata; le impuso en campaña la agenda; negoció con ella nombramientos de su equipo de colaboradores y ha debido acompañarlo en un sinnúmero de giras y acontecimientos, como la promulgación de la reforma judicial el lunes pasado.
La presidencia de la República en México es un puesto unipersonal. No puede compartirse ni dividirse.
No sé en qué momento de los próximos meses o años, pero Claudia Sheinbaum va a enfrentarse a un dilema.
Tendrá que tomar la decisión de ser alguien como Pascual Ortiz Rubio o como Lázaro Cárdenas, ambos electos en las urnas, a la sombra del ‘Jefe Máximo’.
Cárdenas tuvo la capacidad de romper con el ‘Jefe Máximo’ porque decidió reorganizar el partido en el poder, el entonces Partido de la Revolución Mexicana (PRM), apoyado en los sectores que perduraron por décadas, el obrero, el campesino y el popular (salvo el sector militar, que desapareció al convertirse el PRM en el PRI).
Si en estos tiempos Claudia Sheinbaum decidiera romper con López Obrador para convertirse en una presidenta que no tenga que rendir cuentas a un ‘Jefe Máximo’, la fractura de Morena sería mayúscula. Algunos seguirían a la presidenta y otros, al fundador del ‘movimiento’.
Tras décadas de evolución del presidencialismo mexicano y hoy concentrando poder como no se había visto en décadas, sería muy difícil que al paso del tiempo Sheinbaum se comportara como Pascual Ortiz Rubio. Y tampoco López Obrador pareciera tener un temperamento que lo llevara a la moderación y a dejar de controlar e influir.
La oposición debería estarse preparando para capitalizar la circunstancia de un régimen que va hacia esta crisis.
La economía también es un riesgo, pero de ello le hablaremos en otro momento.
Lamentablemente, me parece que, en lugar de ver hacia adelante, las fuerzas políticas que cuestionan a la llamada 4T siguen volteando hacia atrás, sin entender qué es lo que pasó con el país.
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Columna Coordenadas de Enrique Quintana en El Financiero
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