Si Donald Trump se obstina en aplicar aranceles generalizados, incluyendo un 25 por ciento para México y Canadá, podemos estar en el umbral de una circunstancia que cambie la vida económica del mundo entero.
Muchos países contestarían a Trump aplicando también aranceles en respuesta a la decisión del gobierno de Estados Unidos, y el resultado podría ser un trastorno del comercio global.
No sería la primera vez en la historia que se habría producido una guerra arancelaria.
El ejemplo más dramático lo tuvimos en la década de los 30 del siglo pasado.
Tras la crisis bursátil de 1929 y sus consecuencias, el gobierno del presidente Hoover y el Congreso de Estados Unidos impulsaron una estrategia proteccionista para, presuntamente, defender a su industria.
El 17 de junio de 1930 se promulgó la Tariff Act, impulsada por el senador Reed Smooth y el representante Willis C. Hawley, que luego fue conocida como la Ley Smooth-Hawley.
Con ella se incrementaron los aranceles de cerca de 20 mil productos, y algunas tarifas en Estados Unidos llegaron hasta 60 por ciento.
Ante este incremento, otros países también subieron sus aranceles y ello tuvo como efecto una reducción de más de 30 por ciento en el volumen del comercio global.
Las exportaciones e importaciones de EU cayeron alrededor de 60 por ciento.
El efecto fue que la recesión no se contuvo, sino que se agravó.
El PIB de EU había caído en 8.5 y 6.4 por ciento en 1929 y 1930. Con los efectos de la guerra arancelaria, cayó 16 por ciento en 1931 y 23 por ciento en 1932.
La visión de Trump y su círculo cercano con relación a que los aranceles pueden preservar el empleo y la actividad económica en los Estados Unidos pierde esa perspectiva histórica.
Aunque el impacto más directo para México sería el presunto arancel de 25 por ciento que se impondría a nuestros productos, lo que reduciría la competitividad de sus productos, también habría un efecto indirecto derivado de la reducción de la actividad económica que los aranceles propiciarían.
Algunos análisis señalan que no sería remoto que una guerra arancelaria produjera una recesión global, de la que nuestro país no podría escaparse.
Algunos apuestan al pragmatismo de Trump y su grupo, señalando que no tomarían una decisión que sería muy costosa para el nuevo gobierno.
Y ponen el ejemplo de que, pese a su intención, no desechó un acuerdo de libre comercio con México en su primer mandato.
La gran diferencia, se ha subrayado una y otra vez, es que en su segundo periodo, Trump carece de los colaboradores pragmáticos que lo rodearon, comenzando con su propio yerno, Jared Kushner.
Y si los hubiera, Trump se ha encargado de marginarlos. La rápida desacreditación de la información publicada por The Washington Post hace un par de días, en el sentido de que se estaría revisando la estrategia arancelaria para hacerla gradual y focalizada, muestra que tiene, sobre todo, una visión ideológica.
Pareciera haber una asincronía entre la visión mexicana y la de Trump.
El gobierno de México argumenta las ventajas del TMEC para convencer a Trump de la conveniencia de mantenerlo y rechaza, por lo mismo, la aplicación de aranceles que serían una descarada violación del acuerdo.
Pero Trump no está en la sintonía de escuchar argumentos.
Su visión no tiene que ver con la racionalidad. Es pura ideología.
AMLO lo entendería bien.
Si la ideología le dio un triunfo apabullante, ¿por qué tendría que entrar en la lógica de la racionalidad?
Creo que hay que prepararse para enfrentar decisiones que serán ideológicas, aunque eventualmente afecten al propio interés económico de EU.
Algunos dirían que es algo parecido a lo que el plan C de AMLO ha hecho con la economía del país.
Por ideología, su gobierno y el de Sheinbaum echaron por tierra la posibilidad de un mejor desempeño productivo para el país.
Así son los tiempos.
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Columna Coordenadas de Enrique Quintana en El Financiero
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