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Jueves, 28 de Marzo de 2024

Cambio de gobierno y democracia en los EUA

17 Enero, 2021
Ricardo Monreal

El miércoles 6 de enero, Estados Unidos dejó ver una faceta social y política que no había mostrado a lo largo del tiempo, pero que muchas personas intuíamos que podía ocurrir, aunque no necesariamente de la manera como aconteció, es decir, con violencia y en contra de una institución del Estado.

Me refiero a la irrupción de decenas de ciudadanas y ciudadanos en el Capitolio federal estadounidense, sede del Poder Legislativo de ese país, con el fin de detener la autentificación, por parte del Congreso, de los votos del Colegio Electoral, así como la certificación de la victoria del candidato demócrata a la presidencia de la Unión Americana, Joe Biden, por un 51 por ciento, frente al 49 por ciento del candidato y presidente Donald Trump, del Partido Republicano.

Podía intuirse que esta faceta social y política apareciera, pero con la forma de otra manifestación o manifestaciones pacíficas, como las que pudimos observar en los meses pasados en Washington (por ejemplo, la “Marcha del Millón de MAGA[1]”, en inglés, Million MAGA March) y otras ciudades de ese país, en apoyo a Donald Trump.

En cualquier caso, lo que ocurrió el 6 de enero tiene que ver con diversas consideraciones, entre las que destacan el estilo personal de gobernar del presidente Trump, mostrado a lo largo de sus cuatro años de gestión (uso permanente de Twitter, la forma de negociar con sus adversarios políticos o sus contrapartes de otros países, etcétera), sus aseveraciones respecto a la perpetración de un fraude electoral en los recientes comicios presidenciales, el llamamiento a sus simpatizantes para no permitir el supuesto robo de la elección, así como a consideraciones que se han venido acumulando y manifestando desde hace tiempo en la Unión Americana y que han provocado diversas fracturas a ese país y a su sociedad.

Gran parte de las miradas del mundo, en especial de su clase política, se enfocaron en ese acontecimiento y observaron incrédulas lo que en ese momento acontecía en el Parlamento federal estadounidense. Sin embargo, si bien fue hecho inédito en la historia de esa nación, no lo ha sido en la historia del mundo.

Algunos ejemplos internacionales

En la historia global, muchas han sido las irrupciones a los parlamentos, con el fin de cuestionarlos, disolverlos, violentarlos, polarizarlos o incluso pretender obligarlos a rectificar en sus determinaciones o asumir ciertas decisiones.

Uno de los acontecimientos históricos más recordados al respecto tuvo lugar en Francia hace más de 200 años, y es conocido como el 18 de Brumario del año VIII, de acuerdo con el calendario republicano (9 de noviembre de 1799). Fue un golpe de Estado perpetrado por Napoleón Bonaparte y sus soldados a la Asamblea (Diputados) que se encontraba reunida en ese momento y la cual estaba compuesta por el llamado Consejo de los Quinientos. Como consecuencia estuvo la terminación del régimen del Directorio[2] y la instauración del régimen del Consulado,[3] en el que Bonaparte fungió, a la postre, como primer cónsul.

Otro ejemplo más reciente de asedio o irrupciones en los parlamentos ocurrió el 1 de julio de 2019, cuando manifestantes en contra del gobierno chino ocuparon el Parlamento de Hong Kong, en el aniversario de la devolución de ese territorio al gigante asiático, en 1997.

El 10 de julio de 2020, en Malí, tuvo lugar una manifestación en contra del presidente Ibrahim Boubacar Keïta (IBK), en la capital Bamako, la cual derivó en ataques a edificios públicos, incluida la Asamblea Nacional, debido a la inconformidad de la gente por “[…] el fracaso del Estado y de sus instituciones a la hora de proteger a la población, de luchar contra la corrupción y de ofrecerles condiciones socioeconómicas mejores”.[4]

El 29 de agosto de 2020, en Alemania, alrededor de cuarenta mil manifestantes se pronunciaron en contra de las medidas restrictivas impuestas por el gobierno para frenar el avance del coronavirus, como multas o el uso obligatorio de cubrebocas, al considerarlas violatorias de derechos básicos y libertades protegidas en su Constitución. Sin embargo, durante la manifestación pacífica, alrededor de 300 inconformes y simpatizantes de la extrema derecha burlaron la seguridad que rodeaba el Parlamento federal y llegaron hasta sus puertas, buscando ingresar por la fuerza, aunque finalmente la policía se los impidió.

El 21 de noviembre de 2020, en Guatemala, un grupo de manifestantes tomó el Congreso, prendiendo fuego a varias de sus ventanas y a algunas oficinas, en el marco de una protesta masiva en contra del gobierno en turno, tras la aprobación del presupuesto 2021, el cual favorecía el aumento de partidas para infraestructuras en concesiones al sector privado, en detrimento del presupuesto para salud, educación, justicia, desnutrición infantil y combate a la pobreza.

Así, las manifestaciones, ocupaciones o revueltas en contra de los parlamentos en distintas partes del mundo no han sido excepcionales, pero lo inédito en el caso estadounidense fue la irrupción violenta por parte de miles de personas, muchas de ellas ligados a grupos supremacistas blancos y de extrema derecha, que se dio para penetrar al Parlamento de un país considerado por muchas voces como una democracia ejemplar, y que se ha autoproclamado como promotor y defensor la democracia en el mundo.

El caso estadounidense

Dejando de lado cualquier mito en torno a la democracia estadounidense, intentaré explicar algunos de los factores o causas que, de manera directa o indirecta, incidieron en la aparición de la irrupción al Capitolio.

Para empezar, se debe señalar que la trasgresión o el intento de violación de las formas y los procedimientos legales establecidos en la Constitución y las leyes de un país, bajo un sistema verdaderamente democrático y no de simulación democrática, es un acto que en nada abona a la resolución de un conflicto político, social o electoral. En el caso que nos ocupa, el intento de bloquear o detener por la fuerza la certificación, por parte del Congreso, de la victoria de un candidato ganador en una elección presidencial, una vez desahogados los procedimientos legales derivados de las denuncias por presunto fraude, no es sano para la democracia ni para el Estado de derecho. Es síntoma incluso de que algo no anda bien.

Por un lado, es verdad que las y los dirigentes políticos tienen una responsabilidad de Estado al asumir el poder, y también lo es que sus simpatizantes pueden tener la disposición a darles su respaldo hasta las últimas consecuencias. Por ello, es ética y políticamente indispensable actuar con visión de Estado ante los desafíos sociales, políticos o económicos que se presenten y, por otro, considérese que el llamado de una o un dirigente político no necesariamente provoca en automático y de manera irreflexiva un apoyo extremo entre sus incondicionales.

Sí, la corriente ideológica populista de extrema derecha, la xenofobia, el supremacismo blanco existen y movilizan grupos, como hemos constatado a lo largo de la historia no sólo de Estados Unidos, sino del mundo. Sin embargo, también hemos visto sus nefastas consecuencias, como guerras mundiales, manipulación, dominación, muertes y otras calamidades que la gran mayoría de las personas, con ideología de derecha o de izquierda, no comparten.

Quizá por ello se presentaron diferentes reacciones en gran parte del mundo, y llamados al respeto a la democracia, al Congreso estadounidense y al resultado electoral, por parte de liderazgos políticos diversos, que condenaron este hecho. En México, el presidente López Obrador, en apego a nuestra soberanía como país independiente y a los principios constitucionales de política exterior, concretamente a la autodeterminación de los pueblos, a la no intervención y a la solución pacífica de las controversias, no opinó respecto de este acontecimiento, aunque sí lamentó los decesos derivados del mismo. De esta manera, el mandatario de nuestro país acató lo que la Constitución establece, reivindicando con ello el Estado de derecho, es decir, la subordinación de todos los órganos del Estado a las leyes.

Otra de las consideraciones que influyó en la irrupción al Capitolio tiene que ver con el respaldo de muchas y muchos ciudadanos estadounidenses al presidente-candidato Trump (alrededor de 74 millones de votantes en estos comicios: 10 millones más que en 2016) y a lo que representa, en particular, su enfrentamiento contra el statu quo (establishment,[5] por su definición en inglés) económico y político en aquel país.

Si pensamos, por ejemplo, que entre los expresidentes George Bush y George W. Bush, integrantes de una sola familia, gobernaron un total de 16 años la Unión Americana, y que en materia económica la globalización fomentó la deslocalización de empresas estadounidenses hacia China y otras partes del mundo, con todo lo que ello implica en términos de empleo y salarios para miles de trabajadoras, trabajadores y población de clase media, podemos observar una cierta inercia hacia la preservación del sistema político y del modelo económico globalizador actual por una gran parte de la clase política de ese país, a pesar de las crecientes desigualdades sociales y económicas ahí existentes.

Otro factor que incidió en la señalada irrupción al Capitolio fue el racismo estructural presente en Estados Unidos. Cabe recordar que el presidente Trump llegó al poder porque obtuvo un apoyo importante de sus votantes, en su mayoría personas blancas anglosajonas protestantes (WASP, por sus siglas en inglés). Es importante decir que las personas blancas aún representan el grupo étnico mayoritario en Estados Unidos por encima de las y los latinos, las y los afroamericanos y de otros grupos.

La Unión Americana es una nación compleja, debido a que se encuentra casi enteramente constituida de inmigrantes, aunque las personas blancas aún representan el grupo étnico mayoritario, y las y los WASP dominan a la sociedad, lo cual se ha reflejado en un racismo que se ha venido incrementando por parte de un amplio sector de la comunidad blanca hacia los otros grupos étnicos presentes en Estados Unidos. La población afroamericana, desplazada en contra de su voluntad, sigue siendo la más desfavorecida y no está necesariamente bien integrada a una hipotética nación estadounidense. Por su parte, las poblaciones hispana y asiática construyen sociedades separadas, ignorando el modelo WASP.[6]

Otra deriva estructural en aquel país es su sistema económico liberal exacerbado o neoliberal:

En su componente político, el neoliberalismo tiende [sic] a reducir los espacios democráticos amenazando los cimientos de la ciudadanía. Las privatizaciones de empresas estatales, el debilitamiento del movimiento sindical, las deslocalizaciones masivas de industrias, el cuestionamiento de los programas de salud universales, el acceso a un sistema de educación pública o a un seguro de desempleo revelan el “real rostro” del capitalismo contemporáneo. El futuro pertenece a la empresa privada y el “liberalismo político y la economía social” se han convertido en un obstáculo para la prosperidad económica.[7]

Cabe recordar que en Estados Unidos alrededor de 40 millones de personas viven por debajo de la línea oficial de la pobreza, sin mencionar que el sistema de salud, éste se basa, en gran parte, en la adquisición de seguros médicos privados, lo cual ha generado una falta de cobertura para alrededor de 30 millones de personas,[8] mientras que otros 40 millones[9] sólo acceden a planes parciales, con copagos y seguros de costos elevados que únicamente pueden ser utilizados en situaciones extremas.[10]

Esto nos conduce a otro de los elementos estructurales que han socavado la democracia estadounidense: el dinero. En efecto, el poder financiero se ha situado por encima del poder político, al grado que:

Estados Unidos pretende ser una democracia, pero se ha convertido en una plutocracia [en la que] en su mayor parte, el Gobierno norteamericano lleva a cabo acciones que benefician a los intereses corporativos […] Es importante entender que a los sectores privilegiados y poderosos en la sociedad nunca les ha gustado la democracia, por buenas razones, la democracia pone el poder en manos de la población y se lo lleva lejos de ellos.[11]

 

Baste decir que, entre los años 1999 y 2010, los lobbies en Estados Unidos aumentaron su presencia e influencia en Washington, pasando de 1,400 millones de dólares a 3,500 millones de dólares,[12] para realizar cabildeo o lobby en favor de sus intereses.

 

Más rígido que nunca, el sistema legislativo está además desestabilizado por el predominio de grupos de interés y de presión. Estos grupos invierten en comités de acción política, PAC (political action committees) o, más recientemente, los ‘super PAC’ que agrupan a varias empresas. Gracias a su capacidad para gastar grandes sumas de dinero […] literalmente retienen a la legislatura como rehén. Pocos se atreven a desafiarlos por temor a sufrir el descontento de las grandes empresas que financian campañas electorales[13].

 

Para el filósofo y politólogo estadounidense Sheldon S. Wolin:

 

…esta subordinación de lo político se traduce concretamente en la evacuación de la ciudadanía y particularmente de las clases populares fuera del proceso decisional, no teniendo ninguna palabra que decir a propósito de las acciones económicas. Ello explicaría el aumento del populismo, de derecha y de izquierda, que reclama, en nombre de principios políticos opuestos, un nuevo modelo político para Estados Unidos[14].

 

Y si hablamos de modelos políticos, se debe subrayar que el sistema electoral de la Unión Americana es arcaico y que en él no se elige mediante voto directo a quien ocupa la presidencia del país. Así, quien aspire a esa responsabilidad también puede ganar con el voto mayoritario del gran electorado y no con el voto mayoritario de la población (voto popular).

 

Como señaló el antiguo profesor y politólogo de la Universidad de Yale, Robert A. Dahl:

 

…con el Colegio Electoral ni se cumple el principio democrático de que debe primar la voluntad de la mayoría, ni tampoco el principio equitativo de que todos los votos “pesen” lo mismo, pues el de los pequeños estados cuenta más. En suma, no tiene sentido que la elección presidencial pueda decidirse en un puñado de estados (algunos de ellos escasamente poblados) con independencia del deseo mayoritario de los electores de todo el país.[15]

 

Ilustran lo anterior el caso entre los candidatos presidenciales Al Gore y George W. Bush, en el año 2000, así como el del candidato Trump, en 2016, frente a la candidata demócrata Hillary Clinton.

 

¿Renovación del pacto político y social estadounidense?

 

En Estados Unidos coexisten ya desde hace algún tiempo dos fuerzas centrífugas que implosionaron y se manifestaron en el seno mismo del Capitolio el pasado 6 de enero. Por un lado, la de un orden social y político actual, respaldado por una clase política que se ha alternado el poder en diferentes momentos, pero que ideológicamente es bastante homogénea, a pesar de los matices que puedan existir al interior de sus partidos políticos: el Demócrata y el Republicano.

 

No obstante, esa homogeneidad ideológica es bastante limitada para abarcar la enorme diversidad social existente a nivel nacional, la cual sólo se ha canalizado a través de esos institutos políticos.

 

…este bipartidismo tan sólido no opone a dos corrientes ideológicas muy diferenciadas sino a dos organizaciones cuyos objetivos, métodos y clientela, aparecen relativamente poco alejados. En efecto, es bastante difícil distinguir, de acuerdo con sus opiniones, a un republicano de un demócrata. En ello debe verse el efecto de un acuerdo profundo respecto de los rasgos fundamentales de la vida política y del american way of life (estilo de vida americano, por su traducción al español), así como respecto de una prosperidad que da prioridad a las técnicas de gestión por encima de las divergencias de opinión.[16]

 

Por otro lado, encontramos una fuerza centrífuga que representa a lo más radical, ideológicamente hablando, del electorado estadounidense, el cual vio en Donald Trump la recuperación del predominio perdido a nivel racial, económico y social. Una extrema derecha que se ha opuesto a la inmigración; a la pérdida de empleos en favor de la deslocalización de la industria y de la inmigración, amplificando con ello el racismo y la xenofobia; a la integración de las minorías raciales a la sociedad y, desde luego, al statu quo prevaleciente hace décadas.

 

 

 

En estos días, las y los demócratas aprobaron el segundo proceso de destitución (impeachment) en contra del presidente Donald Trump, por incitación a la insurrección. De igual forma, el 12 de enero dieron 24 horas al vicepresidente Mike Pence para que destituyera al mandatario por “incapacidad”, invocando la vigésimo quinta enmienda constitucional, que permite al vicepresidente y al gabinete destituir a un presidente que no sea capaz de hacer su trabajo. Este plazo se estableció en una resolución que fue votada el mismo 12 de enero en la Cámara de Representantes, a pesar de no ser aprobada por los parlamentarios republicanos. En todo caso, el vicepresidente Pence no aceptó esta salida.

 

En tal estado de cosas, es patente que existe una importante convulsión política en Estados Unidos. Sin bien las instituciones hasta ahora han resistido y han funcionado como una herramienta indispensable para el restablecimiento del orden social y político, esta coyuntura es propicia para que los diversos actores políticos estadounidenses pudieran plantearse la reflexión respecto de los acontecimientos y de la irrupción per se al Capitolio, pero también acerca de la posibilidad de sopesar una eventual reforma político-institucional que renueve y fortalezca el pacto social y político de ese país.

 

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Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA

 

Fuentes

[1] Make America Great Again: “hagamos grande a Estados Unidos otra vez”.

[2] “El Directorio, un cuerpo ejecutivo colegiado, se encontraba compuesto por cinco miembros, nombrados por cinco años y elegidos por el Consejo de Ancianos de una lista de diez nombres presentada por el Consejo de los Quinientos […] El poder ejecutivo recaía en los Directores, quienes contaban con importantes poderes, mientras que los ministros eran simples agentes ejecutores, sin poder político”. Vie publique. (6 de agosto de 2019). Constitution de l’an III : le moment méconnu du Directoire (1795-1799). 10 de enero de 2021. https://bit.ly/3qaDW6u

[3] “A diferencia de las constituciones revolucionarias de Francia, la del 22 Frimario Año VIII (13 de diciembre de 1799), organizó el régimen del Consulado sobre un modelo inspirado de la Roma antigua, el cual consagraba la primacía del poder ejecutivo sobre las asambleas. Dicho poder ejecutivo estaba confiado a un organismo aparentemente colegiado, los Cónsules. De hecho, el Primer Cónsul (en aquel momento Napoleón Bonaparte) ejerció la realidad del poder”. Consulat et Empire: l’autoritarisme napoléonien (1799-1815). (6 de agosto de 2019). Vie publique. 11 de enero de 2021. https://bit.ly/2MJDspe

[4] Naranjo, J. (20 de julio de 2020). El hartazgo ciudadano estalla en Malí. El País. 11 de enero de 2020. https://bit.ly/2LHl7si

[5] Larousse. (s/f). “Conjunto de personas en un lugar determinado que controlan el orden establecido y buscan mantenerse”. 13 de enero de 2021. https://bit.ly/3ny46hC

[6] Mauduy, J. (1996). Les États-Unis, Paris, Armand Colin, p. 7.

[7] Cuccioletta, D. (2017). La démocratie en péril : le cas des États-Unis. Nouveaux Cahiers du socialisme, p. 60. 14 de enero de 2021. https://bit.ly/3oBWZWR

[8] Coronavirus expone falencias del sistema de salud de EE. UU. (17 de marzo de 2020). El Mundo. 14 de enero de 2021. https://bit.ly/3sqBrPk

[9] Idem.

[10] Coronavirus expone falencias… (17 de marzo de 2020). Op. Cit.

[11] Idem.

[12] Faus, J. (25 de noviembre de 2013). Los ‘lobbies’ alargan su poder en la sombra en Washington. El País. 14 de enero de 2021. https://bit.ly/3q67TEo

[13] Cuccioletta, D. (2017). Op. Cit., p. 61.

[14] Ibid., pp. 61-62.

[15] Rodríguez Aguilera, C. (2021). Un sistema electoral anacrónico. Agenda Pública. 14 de enero de 2021. https://bit.ly/3i7gGDq

[16] Mélin-Soucramanien, F. & Pactet, P. (2017). Droit constitutionnel. Sirey University, pp. 220-221.

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