Nuestro mayor cronista, Juan Villoro, acaba de publicar su más reciente novela. Cuando escribo “nuestro”, lo hago desde esa apropiación fervorosa que causa en el lenguaje la admiración compartida en colectivo por alguien. La tierra de la gran promesa se llama una película polaca de los 70 sobre una fábrica incendiada por la disputa y ambición capitalistas de un grupo de socios que van a la ruina.
Proponen inscripción al RFC a partir de los 18 añosMonreal, Morena y sus fintasEl 24 de marzo de 1982 este filme estaba proyectándose en la Cineteca Nacional, cuando ocurrió ahí mismo otro misterioso incendio, pero este real, que destruyó más de 6 mil películas, 9 mil libros y 2 mil guiones del archivo cinematográfico de México.
La tierra de la gran promesa es a su vez el nombre de la nueva novela de 446 páginas publicada por Villoro en Literatura Random House. Su primera línea, una sentencia del implacable crítico Luis Jorge Rojo, tiene la contundencia aforística villoresca: “El cine mexicano es rencor con palomitas”.
*** Una de las cosas que más disfruté de La tierra de la gran promesa son las digresiones del mundo del periodismo y el cine, esas amistades envenenadas que suelen recorrer la obra de Villoro, quien ha hecho una sólida carrera literaria y dramatúrgica, publicando además una columna cada semana desde hace años, elaborando guiones de cine como el de Vivir mata, película dirigida por Nicolás Echeverría, y apareciendo en decenas de documentales de variados temas.
A partir de estos mundos, Villoro juguetea a su estilo con la ficción que hay detrás de la realidad y la realidad que también antecede a la ficción. “Uno de los más logrados engaños del cine —explica el narrador de la novela— son los parlamentos de las actrices, las palabras extraordinarias que vienen de guionistas con sobrepeso que comen Cheetos ante la computadora y pronuncian con labios anaranjados frases que quisieran oír y nadie les ha dicho, seres llenos de frustración y talento que se visten de cualquier modo, huelen a sudor y encierro, tienen pésima postura, pelos en las orejas y la cabeza llena de metáforas. Son incapaces de ligar, pero imaginan con notable precisión a una mujer fascinante que habla como la suma de todos ellos”.
Otra de las obsesiones de Villoro que está presente en esta novela es Ciudad de México, cuyo registro siempre es ingenioso y sorprendente, aunque en esta ocasión la historia ocurre principalmente en Barcelona y en la memoria indómita de los personajes. Un ejemplo del diálogo de las urbes entre las cuales suele vivir el autor podría resumirse en lo que dice uno de los personajes mexicanos a otro catalán, ante los farragosos trámites migratorios. —Aquí los inmigrantes hacemos colas de seis horas…—dice el personaje mexicano. —No defiendo ese incordio, pero vosotros parecéis inmigrantes en vuestro propio país— responde el catalán, quien en otro momento explica: “Cuando fui a México por primera vez, rechazaban mis proyectos con tanta amabilidad que creía que los estaban aceptando”.
*** Villoro es un especialista y traductor de Lichtenberg, maestro alemán del aforismo. A lo largo de la prosa de La tierra de la gran promesa van apareciendo sembradas sentencias breves relucientes:
—“El que solo sabe de cine, ni siquiera sabe de cine”.
—“Un cineasta que no lee el periódico se llama publicista”.
—“Los políticos mexicanos son como el chile; cada vez les encuentran nuevas propiedades…”
—“La suerte es una herramienta de trabajo”.
—“Podía editar sus ilusiones, pero no sus recuerdos”.
—“Diego se refugió en los documentales, las desgracias que se producen solas, sin apoyo del Imcine”.
—“En un país sin ley, el linchamiento es la forma elemental de la justicia. No la sustituye; hace algo peor: la supera, porque agrega la ilusión de participar en ella”.
—“En las redes, un vómito se limpia con otro vómito”.
*** Justo cuando recién apareció su anterior novela, Arrecife (Anagrama, 2012), visité a Villoro en su departamento de Barcelona. La noche que llegué estaba hospedado en su hogar Martín Caparrós, que acababa de publicar un libro impresionante sobre el hambre en el mundo. “Caparrós es corresponsal de guerra; yo soy de jugueterías”, atinó a definirse Villoro en algún momento, en contraste con su amigo y compañero de generación. Tanto Villoro como Caparrós son dos de los grandes maestros de la crónica latinoamericana actual (además de Leila Guerriero y Alma Guillermoprieto), pero ambos han desarrollado también una obra estrictamente de ficción muy interesante.
En algún momento de mi estancia con Villoro en Barcelona ofreció una explicación sobre su vida entre el periodismo y la literatura: “Hay autores que se sienten perfectamente cómodos trabajando exclusivamente en la ficción o en la no ficción; yo he sentido la necesidad de combinar ambos géneros. Para mí es muy importante el periodismo y la crónica porque me permite salir un poco de casa e inmiscuirme en temas que quizá no me parecerían, digamos, tan próximos si no los conociera de primera mano: hay muchas cosas que te sorprenden en la realidad y ponen a prueba tus reflejos para contarlas, porque la realidad es excesiva, es caótica, es azarosa, ocurre sin una deliberación, entonces tú tienes que armar eso para que de alguna manera pueda ser leído como un relato. “Por otra parte, también creo que es una enseñanza ética muy importante, porque en el periodismo quienes tienen razón son los otros: tú vas a entrevistar a otras personas, conocer sus causas, a entrevistarlos para saber cómo vivieron ellos un suceso, es decir que la razón última de los hechos no está en ti, sino en quienes lo vivieron o quienes lo atestiguaron, y eso es muy sano, porque el escritor de ficción desde luego que solamente responde a sus propios estímulos. Vladimir Nabokov decía: ‘los personajes tiemblan cuando me les acerco’, porque sentía que era un tirano de sus personajes, los tenía a todos tan obedientes que estaban temiendo sus reacciones. “Por supuesto que la ficción tiene el aliciente extraordinario de la libertad, no hay quien te someta a una extensión, a un tema, y eso es maravilloso, pero yo he necesitado este trabajo compensatorio, trabajar con ciertas restricciones que me impone la realidad para refundar mi libertad dentro de esas restricciones y al mismo tiempo tener la posibilidad de soñar por mi cuenta en la ficción.”
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Aunque la novela toma como punto de partida el extraño incendio de la Cineteca Nacional, los secretos que se exploran son otros: más íntimos, tanto que incluso pueden irrumpir en la vida onírica que también llevamos a la par de vida real. “Nunca se sabrá quién puso la bomba —dice Luis Jorge Rojo sobre el siniestro del patrimonio fílmico mexicano—, nunca se sabrá cuántos murieron. Son capaces de meter en la cárcel a un electricista para culparlo de un corto circuito. En este país el responsable del derrumbe de un edificio siempre es el velador”.
Columna de Diego Enrique Osorno
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