Las elecciones en Nicaragua son una de las mayores metáforas de la tragedia en que se suele convertir la vida política en América Latina. En 1979, cuando triunfó la revolución sandinista, muchos pensamos, por supuesto que me incluyo, que estábamos frente a uno de los movimientos populares más significativos del continente, porque rompía la brutal cadena de dictaduras militares que habían azotado la región desde principios de los años 70.
Han pasado desde entonces 42 años, y salvo unos años en que el gobierno estuvo en manos de Violeta Chamorro, Daniel Ortega ha sido el presidente de Nicaragua, y acaba de reelegirse para un quinto periodo de gobierno, en unos comicios en los que el abstencionismo superó 80 por ciento, unos 150 de sus principales opositores están presos por delitos inventados por la dictadura o en el exilio, incluyendo siete precandidatos presidenciales y el ex vicepresidente de Gobierno, el notable escritor Sergio Ramírez.
AMLO en la ONU hoy¿Fuego amigo contra Santiago Nieto?Lo que alguna vez fue una luz de esperanza, se ha convertido en una brutal dictadura. Hace apenas tres años, cuando la represión de las movilizaciones populares dejó más de 350 muertos, Ortega declaró que su periodo de gobierno terminaría con las elecciones de este noviembre y que dejaría el poder en enero de 2022. Una vez más volvió a mentir y a ejercer la represión contra su pueblo.
Nuestro país no puede ni debe ser indiferente ante lo que ocurre en Nicaragua. Tampoco abrazar la teoría de la no intervención para negarse a sentar posición. México no fue neutral, fue un factor decisivo para llevar a los sandinistas al poder: durante el gobierno de López Portillo se apoyó de todas las formas posibles el levantamiento contra el dictador Somoza. EL FSLN tuvo ayuda diplomática, política y militar de México, para que el régimen cayera el 19 de julio de 1979.
Tal fue el peso de México en aquella revolución que en Managua se hablaba del “décimo comandante”: el FSLN, conformado por distintas fracciones políticas tenía nueve comandantes, los de mayor peso en el movimiento eran Humberto Ortega (hermano de Daniel), Tomás Borge (el principal ideólogo, fundador del FSLN y el más cercano a México) y Henry Ruiz (convertido hoy en uno de los principales críticos del régimen), un cuarto comandante, de menor peso, pero muy popular era Edén Pastora, el llamado Comandante Cero, que se convirtió luego en uno de los líderes de la llamada contra nicaragüense. El gobierno en 1979 lo encabezó Daniel Ortega porque era probablemente el más gris de los nueve, una solución de transición, en medio de la lucha de poder interna. Pero el “décimo comandante” era Augusto Gómez Villanueva, un hábil dirigente cenecista que López Portillo había designado como embajador de México en Managua, con una enorme influencia en todas las decisiones del gobierno, sobre todo en sus primeros años.
El peso de México en Nicaragua fue decreciendo a partir del triunfo de Violeta Chamorro, en las que fueron las últimas elecciones realmente libres en Nicaragua y, desde entonces y mucho más desde el regreso de Daniel Ortega al poder, unos años después creció en forma permanente el de Cuba y Venezuela. Daniel Ortega se deshizo de sus opositores externos, pero sobre todo de todos sus adversarios internos: ninguno de aquellos dirigentes del FSLN que lo llevaron al poder están hoy con él. Los que no han fallecido están en la oposición y el destierro.
Ortega es un hombre profundamente turbio y que cada vez depende políticamente más de su esposa, Rosario Murillo. Detrás del peso político de Rosario hay una historia terrible: las denuncias de abusos y acoso sexual en contra de Ortega se suceden. La más importante se destapó en 1998 y la presentó nada menos que Zoilamérica Narváez, la hija de Rosario Murillo, quien acusó a Ortega, ante un tribunal de Managua, de someterla a abusos sexuales y diversas agresiones físicas y sicológicas.
Las violaciones, denunció Zoilamérica ante los tribunales, comenzaron cuando estuvieron exiliados en Costa Rica y ella contaba con apenas 11 años de edad. Zoilamérica es hija de Murillo y fue adoptada por Ortega, quien nunca fue llevado a juicio por las denuncias de su hijastra. Tampoco fue exonerado: una jueza, Juana Méndez, simplemente archivó la causa, aduciendo que los hechos habían prescrito.
Otra acusación se dio en noviembre de 2017, cuando una familia nicaragüense denunció en Miami, que el presidente nicaragüense abusaba de su hija menor, Elvia Junieth Flores Castillo, desde que ella tenía 15 años. Uno de los hermanos de la joven fue entonces detenido por defender a su hermana. Cuatro de los nueve hermanos de la familia Flores Castillo: Sujey, Martha, César y Byron, se exiliaron en Estados Unidos y denunciaron que el caso “enlutaba” a su familia desde hacía más de diez años. Por supuesto, ningún juez en Nicaragua se atrevió a iniciar una causa contra Ortega. Rosario Murillo fue clave en la defensa de su esposo, al grado de decir que su hija tenía problemas mentales con tal de defender a Daniel. Desde entonces, el poder de Rosario ha crecido en forma geométrica, al punto de que muchos de los principales temas de la agenda nacional y muchos de los mensajes públicos del gobierno, ya no los lleva Ortega, sino su esposa.
México ni en el peor momento de la represión de 2018 ha asumido su responsabilidad histórica y condenado al régimen nicaragüense. Esta vergonzosa elección es una oportunidad para hacerlo.
Columna Razones de Jorge Fernández Menéndez en Excelsior
Fotografía archivom
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