Decirle violación a un acto publicitario para un perfil de Onlyfans es ofensivo contra las víctimas de trata de personas que están sometidas a servicios innumerables en condiciones inhumanas. Llamarle “normal” a la idea de mercadotecnia liberal basada en el abuso es un exceso en las mismas proporciones, en sentido opuesto.
Reservando la identidad de la víctima, pues no puede llamársele de otra manera, hubo 100 hombres que accedieron a enlistarse y hacer fila para acceder carnalmente al sexo de una mujer. Sintieron que era su derecho por pagar suscripciones rematadas en la página de la paloma azul, creyeron que su “derecho a violar” no se limitaba a los minutos necesarios para concluir con el acto estrictamente carnal, despojado de cualquier vinculación emocional o espiritual propio de nuestro acceso sexual a la vida.
La joven que vivió la experiencia, entre lágrimas, relató que uno de ellos tuvo la osadía de reclamarle que únicamente le brindó tres minutos básicos para terminar. Quería cobrarse los dos minutos restantes, puesto que, en una publicación, ella prometió que serían 5 minutos, no solo tres.
Hubo un documentalista de por medio que, entre arcadas, recorre un cuarto de una casa rentada por Airbnb lleno de condones. Un campo de batalla. Una tierra que parecía haber sido testigo de una microscópica cruzada en la que los muslos de una joven rogaban piedad, entre las emociones heridas de sentirse un trozo plástico cargado de emociones. Se llamó a sí misma “prostituta”. Dijo que aquello no era para una chica normal. Su rostro rubio que enmarca bellos ojos verdeazules me hace pensar en las miles de mujeres que tienen ese destino como rutina habitual, las que son tomadas en comunidades bajo engaños, desde Tlaxcala o Puebla o Chimalhuacán o Ecatepec y son trasladadas a las fronteras.
En Tijuana, más de cuatro pisos en tugurios como el Hong Kong ofrecen hospedaje gratuito a bailarinas dispuestas a entregarse a la demanda de la noche. Ella lo documentó y exhibió, sin querer, un manual con las miles de razones por las que ninguna mujer debería aspirar a dedicarse a una industria que maquila pieles y experiencias sexuales como si fuesen Only Fans, así como el burdel, se surte de mujeres cual si fuera mercancía. Como objetos intercambiables que visten cualquier aparador, de esos que se rompen y se van ¿a la basura? A donde sea.
Pero en el feminismo liberal es peor. Sembrando ese falso espejismo de autonomía basada en el consentimiento, le ha colmado a las mujeres la cabeza con la idea de que basta el aceptar, aunque sea sin desear y pensando en un beneficio económico o mediático, para que la peor violación sea justificada. Lejos del deseo. ¿qué hubiera pasado si ella hubiese suspendido el reto que se propuso? Si a los 10 o 15, tal vez a los 20 desquiciados hubiese anunciado que el reto daba por terminado. Ella habría sentido que falló y su ansiedad por validación le habría atacado. Tal vez lo pensó.
El neoliberalismo digital quiso hacernos creer que el empoderamiento económico venía de la mano con satisfacer las necesidades sexuales, estéticas y carnales de los tenedores del dinero o portadores del crédito. Al fin, la digitalidad bancariza las opciones y permite que una cadena de empresas se beneficie de la auto explotación.
Ese mismo neoliberalismo convenció a las mujeres de que la carne y la intimidad tiene un costo digital que vale la pena ofrecer. De hecho, no se limitó a lo digital. El neoliberalismo mercantilizó cada parte de las mujeres, incluyendo tanto las experiencias como los productos al comercio. El sexo tiene un precio, las fotos y videos tienen otro. Rentar un vientre tiene una cuota, comprar bebés tiene otro. El matrimonio tiene un precio, ser una muñeca de diversiones para adultos mayores, como acompañante, tiene otro. En ese sinfín de menús misóginos, la realidad se topó en el rostro de las lágrimas desbordadas. De la empatía de los señores compasivos por esa mujer, la estigmatizada de los 100 hombres. El terror de las madres. Una hija viviendo aquella experiencia. El repudio de los varones. Ninguno querría una novia o esposa con aquel historial. La hipocresía de los medios y de los usuarios en redes, señalando a una joven destrozada y no a los 100 cínicos que se formaron. La vergüenza hecha carne. Usuarios de OnlyFans ocultándose tras gorras y chamarras, dando espaldas a las cámaras por el miedo a ser reconocidos. La inmundicia.
El monstruo insaciable del terror sexual que le dice a las jovencitas: “Si es que aguantaste 100, podrías soportar MIL”. Las vaginas resecas, los ojos húmedos. Los cuartos vacíos, los pisos llenos de basura de condones. El privilegio de que fue solo una sesión, la duda sobre si es que todos portaron bien el condón. La certeza de las mujeres no televisadas y no mediatizadas soportando jornadas parecidas de forma cotidiana, víctimas de trata. La inmundicia.
Las noticias de niños que violan desde los 10 o los 11 y los 14 a sus pequeñas hermanas o compañeras de 6 o 9 años. El terror. Los padres que ven pornografía y enferman familias completas deseando a mujeres cada vez más menores. La olvidada palabra “desear”, sustituida por “consentir”, a secas. Mujeres que “consintieron” ser penetradas sin desearlo. Las ideas estrictas y legales sobre lo que es violación. Si es que hubo un “sí”, aunque fuere indeseado o presionado o condicionado. ¿Fue violación o no lo fue? El terror. La inmundicia. Cien soldados en cada habitante masculino de todos los espacios. Los falsos logros feministas que tan solo brindaron ascenso a las mujeres más privilegiadas mientras sometían a las otras a la democracia liberal y al feminismo liberal que les dijo que pobres no serían nadie y que para ser adineradas, tendrían que convertirse en el producto.
El terror. La inmundicia.
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Columna de Ana Lozano en SDP Noticias
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